En general, obtenemos dichos
beneficios como fruto de la capacidad de adaptación de nuestro organismo, es
decir, poco a poco, y esto hace que muchas veces no seamos conscientes de ello.
Podemos destacar:
Musculares: se mejora la
gestión de la energía, es decir aumenta la eficiencia muscular.
El entrenamiento muscular permite
movilizar las reservas en forma de grasa
como principal fuente de energía, reservando los azúcares para cuando sean
necesarios. Además, como resultado de la adaptación al trabajo aumenta el
grosor (no el número) de fibras musculares, lo que se traduce en un aumento de
tono y fuerza.
La propia movilidad aumenta la
agilidad y elasticidad de los grupos musculares.
Cardiorrespiratorios: En nuestro deporte quedan bien
patentes estos beneficios.
Aumenta la capacidad pulmonar y se mejora el intercambio
gaseoso, además de existir una evidente mejora de la función cardiaca,
aumentando la capacidad de respuesta del corazón ante situaciones de demanda.
Sobre la tensión arterial, pues se regula. Además de la
interesantísima ganancia de elasticidad
y tonicidad de arterias y venas. Se previene la aparición de la temida placa
de ateroma.
Se mejora la resistencia a situaciones de estrés como puede
ser la ausencia de alimento o bebida, o propiamente la fatiga. Aumenta a su vez
la capacidad de recuperación de dichas situaciones.
Niveles de azúcar, triglicéridos y colesterol tienden a
disminuir con el consiguiente beneficio para nuestra calidad de vida.
La función renal e intestinal se estimulan y regulan de
forma que las sustancias dañinas para el organismo están menos tiempo dentro de
nosotros previniendo enfermedades (incluidos algunos tipos de cáncer).
Mejora de la autoestima, sensación de
bienestar (gracias a la liberación de sustancias como las endorfinas), disminuye
el umbral de alerta y aumento de los reflejos.
Además se fomenta el espíritu de superación personal al
establecerse nuevos objetivos y retos.
MAA, AH'12
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